Cuento de Navidad
Con este fantasmal librito he procurado despertar al espíritu de una idea sin que provocara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con la temporada ni conmigo.
Ojalá encante sus hogares y nadie sienta deseos de verle desaparecer. Su fiel amigo y servidor, Diciembre de 1843, CHARLES DICKENS.
Era la víspera de Navidad en una ciudad vieja y bulliciosa. La nieve caía lentamente sobre las calles, y la gente iba y venía cargando paquetes y sonrisas.
Detrás de las ventanas iluminadas, se oían risas y canciones, y el olor de las castañas asadas se mezclaba con el aire frío.
Pero había un lugar donde el espíritu navideño parecía no tener cabida: el despacho del señor Ebenízer Scrooge.
Scrooge era un hombre mayor, delgado y huesudo, con una nariz afilada y unos ojos pequeños y duros. Vestía ropas oscuras y raídas, y no parecía importarle el invierno ni su gélido aliento.
Odiaba gastar dinero, no soportaba la risa y aborrecía la Navidad. En su mundo no había espacio para la amistad ni la alegría.
Dentro de su oficina apenas había un diminuto brasero que intentaba sin éxito combatir el frío. Allí trabajaba Bob Cratchit, su humilde empleado. Bob tenía las manos heladas y el abrigo lleno de remiendos.
Aun así, conservaba una cálida sonrisa. Él amaba la Navidad y a su familia, y aunque apenas tenía unas pocas monedas en el bolsillo, mantenía la ilusión en su corazón.
En la calle, justo antes de que anocheciera, se abrió la puerta del despacho y entró el sobrino de Scrooge, un joven de mejillas sonrosadas y ojos brillantes.
—¡Feliz Navidad, tío! ¿Cómo está usted hoy?
Scrooge arrugó el ceño. Su voz, áspera, sonó como el crujir de una vieja puerta oxidada.
—¡Bah! ¡Tonterías! ¿Por qué habría de estar feliz? ¡La Navidad no es más que una excusa para no trabajar!
El sobrino, sin perder su amabilidad, se atrevió a insistir.
—Vamos, tío. La Navidad es un tiempo de cariño, de olvidar las peleas, de darse la mano y compartir lo que se tiene. No hay mejor momento para ser generosos.
—¿Generosos? ¡Pamplinas! ¡Pérdida de dinero y de tiempo!
El sobrino suspiró, contrariado, pero sin enfadarse.
—De verdad espero que cambie de opinión, tío. Aunque se niegue a venir a cenar, quiero que sepa que siempre será bienvenido. ¡Feliz Navidad!
Scrooge se despidió con un gruñido. El sobrino se marchó y el despacho volvió a quedarse casi en silencio. Fuera se oían villancicos y risas, mientras la noche se cerraba sobre la ciudad.
Poco después, entraron dos señores pidiendo donativos para la gente necesitada. Scrooge se negó de manera rotunda, casi empujándolos a la calle con su mirada helada.
Cuando Bob Cratchit se atrevió a mencionar su deseo de tener libre el día de Navidad, Scrooge puso el grito en el cielo, pero al final lo permitió a regañadientes, dejando muy claro que no pensaba ser amable al respecto.
—¡Ya está bien por hoy! ¡Cierra la oficina y no vuelvas tarde pasado mañana!
Bob salió feliz, pensando en su familia, mientras Scrooge cerraba la puerta con llave, asegurando cerrojos y pasadores. Luego se encaminó a su casa, una vivienda oscura y fría como el corazón que había mostrado ese día.
Aquella noche, al poner la llave en la cerradura de la puerta principal, vio algo extraño: el viejo aldabón con forma de león parecía ahora un rostro. ¡Un rostro que le recordaba a alguien que ya no estaba en el mundo de los vivos! Scrooge sacudió la cabeza, pensando que era una ilusión.
Subió las escaleras con la vela temblorosa en su mano. Las habitaciones estaban en penumbra, y las sombras danzaban en las paredes. De repente, escuchó un sonido metálico, un tintineo de cadenas arrastrándose por el suelo.
Al volverse, vio, entre la oscuridad, un fantasma. Tenía el rostro pálido y envuelto en un viejo pañuelo. Llevaba una pesada cadena enrollada al torso. Era el espíritu de Jacob Marley, el socio de Scrooge, fallecido hacía muchos años.
—¿Qué… quién… quién eres? —
balbuceó Scrooge, aterrado.
—Fui Jacob Marley en vida —
respondió el fantasma con voz hueca—.
Vengo para advertirte. He vagado por el mundo, sufriendo por no haber sido generoso ni bueno. Tú, Ebenízer Scrooge, aún estás a tiempo de cambiar.
Scrooge se quedó helado, con los ojos muy abiertos.
—¿Cambiar? ¿De qué hablas?
—Esta noche serás visitado por tres espíritus. El primero llegará cuando suene la una. El segundo, a la misma hora, al día siguiente. Y el tercero la próxima noche. Escúchalos, Scrooge. Escúchalos, si no quieres compartir mi destino.
El espectro se desvaneció como una brisa helada. Scrooge cerró las ventanas y se metió en la cama temblando de miedo. Su corazón, aunque helado, latía con fuerza. No tenía muy claro si aquello era un sueño o un engaño.
Pero el ruido de las cadenas, el rostro de Marley y sus palabras, seguían grabados en su mente, y le resultaba imposible conciliar el sueño.
Scrooge seguía despierto, con el corazón agitado y los ojos abiertos en la oscuridad de su dormitorio. La penumbra lo envolvía todo, y el silencio era tan profundo que casi podía escuchar sus propios latidos.
Afuera, las campanas de la iglesia comenzaron a marcar la hora; primero un suave repique, después otro, hasta completar las campanadas que anunciaban la una en punto. En ese preciso instante, un brillo suave y cálido llenó la habitación sin origen aparente.
La oscuridad del dormitorio se desvaneció ante una luz tenue, de tono dorado, que iluminó cada mueble y rincón. Scrooge se incorporó, desconcertado, y entre las sombras vio a un ser extraordinario.
Aparentaba ser tanto un niño como un anciano, con cabello blanco y un rostro sin arrugas. Su ropa parecía hecha de la esencia misma de la primavera, aunque era pleno invierno.
—"¿Eres el espíritu del que habló Marley?"
Preguntó Scrooge, con la voz todavía temblorosa.
—"Sí, soy el Fantasma de la Navidad del Pasado."
Respondió la figura con un susurro suave.
Scrooge parpadeó varias veces ante aquella luz desconocida, y una extraña sensación de nostalgia le invadió. Su corazón parecía recordar algo perdido. Sin saber por qué, se sintió más vulnerable que nunca.
—"¿Qué quieres de mí?"
Dijo Scrooge, intentando mostrar firmeza, aunque sin mucho éxito.
—"He venido para mostrarte lo que fuiste alguna vez."
Explicó el espíritu con dulzura, al tiempo que se inclinaba un poco hacia él.
La mano del fantasma tocó el pecho de Scrooge y, en un abrir y cerrar de ojos, la habitación desapareció. Ante ellos se abrió un camino nevado y luminoso, con el aire frío y limpio de la infancia. Al fondo, se alzaba un viejo edificio de ladrillos rojos.
Scrooge lo reconoció sin dificultad: era la escuela en la que estudió de niño. Cerca de una ventana, un muchacho delgado leía un libro, ajeno a la alegría navideña que se vivía fuera.
—"Mira, ése eres tú."
Dijo el fantasma, apuntando con un dedo casi transparente.
Scrooge sintió que algo se retorcía dentro de él. Reconocía esa imagen: el niño solitario que permanecía en el aula mientras otros se marchaban a celebrar las fiestas con sus familias.
—"Recuerdo este lugar. ¡Fui un niño muy solitario!"
Exclamó Scrooge con la voz entrecortada.
El pequeño Scrooge seguía leyendo, intentando ignorar la soledad. De pronto, la puerta se abrió y entró una niña con el rostro radiante.
Era Fan, su hermana, que corría hacia él con los brazos extendidos. Le anunciaba que había venido a buscarle y que su padre estaba ahora de mejor humor. Scrooge sintió las lágrimas asomando a sus ojos al ver la escena.
—"Fan... mi querida hermana."
Susurró Scrooge, observando con tristeza y cariño.
De inmediato, el escenario cambió. Ahora se encontraban en un amplio almacén iluminado por lámparas doradas. Allí estaba su antiguo jefe, el señor Fezziwig, un hombre de sonrisa franca, organizando una fiesta con música y bailes.
Scrooge vio a su yo más joven, feliz, riendo con su compañero de aprendiz, moviéndose con alegría. Todos parecían contagiarse de la generosidad de Fezziwig, que con muy poco lograba hacer a todos felices.
—"Fíjate en Fezziwig. Con su simple amabilidad, llenaba de alegría cada rincón."
Dijo el fantasma con cierta ternura en la voz.
Scrooge agachó la cabeza, recordando que él nunca había ofrecido una celebración parecida a Bob Cratchit ni a nadie. El contraste le dolía en el alma.
De pronto, la escena se desvaneció y dio paso a otra mucho más íntima y silenciosa. Scrooge se vio a sí mismo, algo mayor, junto a una joven llamada Belle. Ella le hablaba con cariño, pero sus ojos estaban llenos de tristeza.
Le reprochaba que se hubiera enamorado del dinero y no de ella. Se marchó con el corazón roto, mientras el Scrooge del pasado permanecía inmóvil, encerrado en su codicia.
—"¿Recuerdas cómo la dejaste marchar?"
Preguntó el fantasma con suavidad.
Scrooge se llevó una mano a la cara, intentando contener la culpa que se apoderaba de él.
—"¡Basta! No quiero ver nada más. Por favor, no más."
Gritó Scrooge, incapaz de soportar la pena que sentía al contemplar sus errores.
El fantasma lo miró con comprensión, y la luz que desprendía comenzó a parpadear. Las imágenes fueron desapareciendo lentamente, y en apenas unos instantes, Scrooge se encontró de nuevo en su dormitorio.
La figura luminosa se fue desvaneciendo, sin pronunciar una sola palabra más. El silencio regresó, y con él la oscuridad.
—"Espíritu, no te vayas... He visto tanto dolor. No sé qué hacer."
Suplicó Scrooge, pero el espectro ya no estaba allí.
La habitación quedó sumida en la penumbra. Scrooge se sentía agotado, como si hubiera corrido sin descanso. Las memorias del pasado quemaban en su pecho. Era ya tarde, y a lo lejos, quizás en alguna calle lejana, se escuchaban débiles cantos navideños.
El frío seguía presente, pero ahora Scrooge lo notaba aún más helado, pues la tristeza y la culpa lo envolvían.
Se dejó caer sobre la cama, temblando ante la idea de qué otros fantasmas vendrían a visitarle. Cerró los ojos sin encontrar consuelo, recordando la calidez de Fezziwig, la dulzura de Fan y el dolor de Belle.
Eran las primeras grietas en el muro de hielo que había levantado en torno a su corazón.
Scrooge se despertó sobresaltado y se incorporó en la cama, respirando con agitación. La habitación permanecía en penumbra, pero no tan oscura como antes.
Había una luz rojiza y suave que se filtraba desde la puerta contigua. Scrooge se acordó de las palabras del fantasma de Marley y supo que el segundo espíritu no tardaría en aparecer.
Se levantó, frotándose las manos heladas, y se acercó a la puerta del salón. Al asomarse, sus ojos se abrieron con asombro. La sala no era la misma. Había ramas de acebo y muérdago adornando el techo, y por las paredes colgaban hojas verdes y frescas.
El ambiente olía a frutas maduras, a dulces y a especias, y allí, sobre una especie de trono hecho de deliciosos manjares, estaba sentado un gigante bonachón, con una túnica verde y ribetes de pelo blanco.
—"¿Eres el segundo espíritu?"
Preguntó Scrooge con cautela.
—"Yo soy el Fantasma de la Navidad del Presente."
Contestó el gigante con voz cálida, mientras su risa llenaba la estancia.
Scrooge sintió la calidez de su mirada y notó que el espíritu sostenía una antorcha brillante con forma de cuerno de la abundancia. El gigante le hizo un gesto para que se acercara. Scrooge, aún tembloroso, obedeció.
—"Acércate Scrooge. Hoy verás cómo viven otros el día de Navidad."
Dijo el gigante, con ojos chispeantes.
La sala pareció abrirse como un libro de imágenes. Scrooge y el espíritu se encontraron en mitad de las calles de la ciudad. Era por la mañana, y todo estaba lleno de gente caminando con sonrisas, cargando paquetes y saludándose con afecto.
El aire frío hacía que el aliento se viera como vapor, y sin embargo, el calor de la alegría navideña contrarrestaba el clima invernal.
Scrooge observó a vendedores ofreciendo castañas calientes, a niños corriendo con bufandas de colores y a personas intercambiando buenos deseos. Le sorprendió lo fácilmente que habían despertado ese día con entusiasmo, mientras él antes se burlaba de todo ello.
—"Fíjate en esas casas. En muchas de ellas apenas tienen dinero, pero la Navidad les inunda de felicidad."
Dijo el gigante, recorriendo la calle con la mirada.
El espíritu levantó la antorcha y una lluvia de chispas doradas cayó sobre las puertas de las panaderías y mercados. De inmediato, la gente se mostró aún más amable, disculpando roces y pequeños enfados. Hasta el más gruñón se volvía generoso.
Sin previo aviso, se trasladaron a la humilde vivienda de Bob Cratchit. Dentro, la familia se afanaba en preparar la comida navideña.
Belinda, una de las hijas, colocaba el mantel, y la señora Cratchit daba las últimas puntadas a una prenda remendada. Los niños pequeños correteaban con la ilusión brillando en sus ojos.
—"Ésta es la familia de tu empleado Bob."
Comentó el gigante, mirando con interés.
—"¿Los Cratchit? No sabía que su casa… fuera tan pequeña."
Murmuró Scrooge, con cierta culpa.
Vio a Bob entrar con el Pequeño Tim a hombros. El niño, frágil, sonreía como si llevara un rayo de sol en el corazón. Bob le situó junto al fuego para que entrara en calor. El aroma de una humilde oca asándose y un púdin hirviendo inundaban la estancia.
Su empleado Bob intentaba contagiar su alegría a todos.
La familia respondió con vítores, y aunque la mesa era modesta y los platos sencillos, cada uno parecía el mayor banquete del mundo. Tim levantó su voz con ternura.
—"¡Que Dios nos bendiga a todos!"
Exclamó el niño, mirando hacia arriba como si hablara con las estrellas.
Scrooge sintió un nudo en la garganta. Nunca había imaginado que con tan poco se pudiera lograr tanta felicidad. Reparó en el brillo de los ojos de Bob al mirar a su familia, pese a sus dificultades económicas.
—"¿Sobrevivirá este pequeño?"
Preguntó Scrooge con la voz temblorosa.
—"Si el futuro sigue igual, no."
Respondió el gigante, con seriedad.
Scrooge bajó la cabeza, avergonzado. Deseaba que el pequeño Tim viviera, que esa familia pudiera tener algo más. Comprendía, por primera vez, lo cruel que era su indiferencia.
El espíritu movió la antorcha de nuevo y las paredes de la casa Cratchit se fundieron en la niebla. El aire cambió y se encontraron en la casa del sobrino de Scrooge.
Allí, Fred, su mujer y sus amigos charlaban, reían y bebían ponche caliente. Estaban jugando a adivinar palabras y personajes, y las risas se oían desde el pasillo.
—Dice que la Navidad son 'tonterías', ¿Adivináis ya quién es?
Dijo Fred, provocando carcajadas sin malicia.
La esposa de Fred sonrió, comentando que quizá algún día el viejo Scrooge cambiaría. Fred insistía en no enfadarse con su tío, sino en compadecerlo, y decía que siempre tendría un lugar en su mesa.
—"¿Ves cómo habla tu sobrino de ti, a pesar de tu mal humor?"
Señaló el gigante, alzando una ceja.
Scrooge sintió un escalofrío. No merecía tanta bondad. Aquellas personas se divertían en Navidad, cantaban, jugaban y eran felices sin necesitar grandes fortunas.
La luz del espíritu empezó a atenuarse. Scrooge notó que el gigante envejecía y que su pelo, tan oscuro al principio, se iba volviendo canoso.
El ambiente comenzó a oscurecerse. Afuera, la noche se cernía de nuevo sobre la ciudad. El espíritu del Presente, ahora más débil, se volvió hacia Scrooge.
—"Mi tiempo se acaba, Ebenízer. He mostrado este día tal como es. Usa lo aprendido."
Dijo el gigante en tono grave.
Antes de que Scrooge pudiera responder, el gigante levantó el manto y la escena se apagó. La imagen de la calle iluminada, la casa de los Cratchit y la fiesta de Fred quedaron en el recuerdo. Ahora Scrooge estaba de nuevo en su dormitorio, con el corazón encogido.
La antorcha del gigante ya no brillaba. La risa alegre había cesado, y todo parecía indicar que pronto llegaría el tercer espíritu. Scrooge, temblando, pensó en el Pequeño Tim, en su sobrino Fred y en la amabilidad que había presenciado.
Por primera vez, deseó que la visita siguiente le ayudara a ser un hombre diferente.
Scrooge se quedó quieto, esperando en la oscuridad de su dormitorio, con el corazón encogido por lo que había visto. Pensó en el Pequeño Tim, en la familia Cratchit, en su sobrino Fred y sus amigos riendo sin rencor.
La habitación parecía más fría que nunca, como si el silencio anunciara una presencia aún más temible.
Miró a su alrededor, buscando algún indicio, cuando sintió una corriente helada que lo estremeció de pies a cabeza. Allí, en un rincón, se alzó una figura alta y envuelta en ropajes negros.
Ni un solo rasgo de su cara era visible. Sus manos parecían perderse en esas telas oscuras, y sólo un brazo esquelético, con un dedo huesudo, se extendía para señalar sin decir nada.
—"¿Eres el último espíritu?"
Preguntó Scrooge con voz temblorosa.
La figura no respondió. Se mantuvo inmóvil, sin emitir sonido, sin mostrar el más mínimo gesto de aprobación. Aun así, Scrooge supo que estaba ante el Fantasma de la Navidad del Futuro, y el simple pensamiento de lo que pudiera revelar le provocó un escalofrío.
—"Tú… tú vas a mostrarme lo que sucederá si no cambio."
Dijo Scrooge, intentando sonar sereno.
El espectro alzó lentamente la mano y señaló hacia la ventana. Sin transición alguna, Scrooge se encontró en la ciudad otra vez, pero había algo distinto en el ambiente.
Las voces parecían más lejanas, y un silencio lúgubre cubría las calles. Se vio a sí mismo buscando su propia imagen entre la gente, pero no se encontraba en ningún lado.
Escuchó la conversación de tres hombres de negocios, que se reían con frialdad al mencionar a alguien que había muerto. Hablaban de un funeral barato, sin asistentes, y reían al pensar que nadie echaría de menos a aquel hombre. Scrooge sintió que algo punzaba su interior.
Intentó no creer que fuera él el difunto del que se burlaban, pero el espectro seguía señalando con su dedo implacable.
Volvieron a desplazarse sin esfuerzo hasta un barrio pobre y oscuro. En un tugurio, personas miserables intercambiaban objetos que habían robado a un muerto: cortinas, sábanas, ropa y hasta su camisa de enterramiento.
Se reían con crueldad, contentos de sacar unas monedas. Scrooge sintió náuseas. ¿De quién eran esas pertenencias?
El fantasma lo condujo a una habitación en la penumbra. En la cama yacía un cuerpo tapado por una sábana vieja. Nadie velaba al difunto, nadie encendía una vela para recordarlo.
El silencio era total, salvo por el tenue arañar de algunas ratas tras la pared. Scrooge supo entonces que aquél era él mismo, que la persona fallecida y abandonada era su propio cuerpo. Quiso apartar la sábana y mirar su rostro, pero no se atrevió.
—"¡Espíritu, no! ¡Se acabó!"
Gritó Scrooge, horrorizado.
El espectro no se inmutó. Lo llevó a la casa de la familia Cratchit. Allí el ambiente era triste. El Pequeño Tim ya no estaba, y Bob Cratchit, con ojos enrojecidos, hablaba a su familia con voz suave, intentando consolarles.
Scrooge sintió un dolor indescriptible al ver la silla vacía y la pequeña muleta apoyada contra la pared. Recordó la advertencia del Espíritu del Presente: si las cosas no cambiaban, el niño moriría.
—"Dime, Espíritu, ¿no puedo cambiar lo que me muestras? ¿No puedo evitar esta soledad, esta muerte sin lágrimas, esta pérdida tan terrible?"
Preguntó Scrooge, suplicante.
La figura oscura lo condujo a un cementerio. Bajo la luz mortecina, las lápidas se alzaban como dientes de piedra. El espíritu señaló una en particular, cubierta de hierbajos. Scrooge se acercó con manos temblorosas y leyó en la lápida su propio nombre: Ebenízer Scrooge.
Ahí yacía, en la más absoluta indiferencia del mundo. Ese era el final de su camino si persistía en su crueldad y su avaricia.
—"¡Espíritu! Todavía no estoy muerto. Puedo cambiar, puedo ser mejor. ¡Te lo prometo!"
Gimió Scrooge, cayendo de rodillas.
No obtuvo respuesta. Con desesperación, intentó agarrar la mano del espíritu, pero éste se apartó. La oscura túnica se contrajo, perdiendo forma hasta deshacerse en la nada. La negrura del cementerio se difuminó, y Scrooge sintió que caía al vacío.
De pronto, despertó en su cama, sudando y con el corazón latiendo a toda prisa. Estaba vivo. La cama, la habitación, las cortinas, todo era el presente. Ya no había espectros, ni voces siniestras, ni un futuro de horror grabado en piedra. El tiempo era suyo, y podía elegir otro camino.
Scrooge se sentó al borde de la cama, respirando con fuerza. Recordó al Pequeño Tim, al sobrino Fred, a Bob Cratchit, a las almas risueñas de la calle, las canciones, la generosidad de Fezziwig y el dolor de Belle. Sintió una nueva luz en su interior.
Ya no podía volver atrás. Debía cambiar su vida y llenar su corazón con la bondad que antes había rechazado. El futuro sería distinto. Tenía que serlo.
La luz que entraba por la ventana era clara y brillante, tan diferente a las sombras que había presenciado durante la noche. Fuera, la ciudad debía de estar ya despierta, y a juzgar por el suave tintineo de campanas lejanas, seguía siendo la mañana de Navidad.
Una risa inesperada brotó de su garganta, primero tímida y luego más firme. Apenas recordaba la última vez que había reído con sincera alegría.
—"¡Estoy aquí! ¡No he muerto! ¡No es demasiado tarde!"
Exclamó Scrooge, dejando escapar esa emoción contenida.
Se levantó de la cama con energía juvenil. La habitación ya no parecía fría ni oscura. Aun sin brasero encendido, parecía más luminosa, como si la esperanza hubiera entrado con él. Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par.
El aire invernal le besó la cara, y la nieve relucía bajo el sol. De pronto, vio a un chico que pasaba por allí, caminando con calma.
—"¡Eh, muchacho!"
Gritó Scrooge con voz amigable.
El chico, sorprendido, miró hacia arriba.
—"¿Sí, señor?"
Respondió el muchacho, un poco extrañado.
—"¿Qué día es hoy?"
Preguntó Scrooge con inquietud.
—"Hoy es Navidad, señor."
Contestó el chaval, con una sonrisa cautelosa.
Scrooge se llevó las manos a la cabeza, incrédulo y feliz. Todo había ocurrido en una sola noche; los espíritus habían obrado un milagro.
—"¡Fabuloso! Escucha, muchacho, ¿sabes dónde está la pollería grande en la siguiente calle?"
Dijo Scrooge, entusiasmado.
—"Claro que la conozco, señor."
Respondió el chico.
—"Ve corriendo y pide el pavo más grande que tengan. ¡El más enorme! Diles que lo traigan aquí y te daré una moneda. Si lo traes deprisa, te daré media corona más. ¡Date prisa!"
El muchacho salió corriendo sin dudar. Scrooge se rió con una alegría que le llenaba el pecho. El pavo iría para la casa de Bob Cratchit.
No sabrían quién lo enviaba, pero imaginaba sus caras al recibirlo. Eso sólo era el principio. Tenía tanto que hacer, tanta gente a la que compensar por su indiferencia.
Se vistió con sus mejores ropas, se peinó con esmero y salió a la calle.
—"¡Feliz Navidad! ¡Feliz Año Nuevo!"
Gritaba de vez en cuando, arrancando sonrisas a desconocidos. Los que le conocían, se quedaban atónitos al ver su cambio de actitud, pero él no les daba tiempo a sorprenderse, pues seguía su camino lanzando buenos deseos.
A mitad de camino, Scrooge se topó con uno de los caballeros que el día anterior había visitado su despacho pidiendo donativos. El hombre lo miró con recelo, recordando lo mal que los había tratado.
—"Buenos días, señor. Ayer no me comporté bien con usted. Permítame disculparme."
Dijo Scrooge, inclinando ligeramente la cabeza.
El caballero abrió los ojos, incrédulo.
—"¿Señor Scrooge?"
Respondió, perplejo.
—"Me gustaría hacerle una aportación generosa para las personas más necesitadas. Algo digno de la Navidad. Aquí tiene. Y si usted me lo permite, mantendré mi ayuda en el futuro."
El caballero contuvo la respiración al ver la suma. Era más de lo que hubiera soñado. Por un momento, no supo qué decir.
—"Gracias, señor Scrooge… gracias de todo corazón."
Murmuró conmovido.
Scrooge siguió su camino, con el corazón calentándose más y más a cada paso. Se dirigió a la casa de su sobrino Fred. Había rechazado tantas veces sus invitaciones que no sabía cómo reaccionarían al verle. Golpeó la puerta con suavidad.
Cuando Fred abrió, se quedó boquiabierto. No podía creer que su tío estuviera allí, sonriendo con humildad.
—"¿Puedo pasar, Fred? ¿Me aceptáis en vuestra mesa de Navidad?"
Preguntó Scrooge con voz sincera.
Fred, maravillado, le dio un abrazo. La esposa de Fred y todos los amigos presentes se quedaron atónitos, pero en seguida lo rodearon de alegría y lo hicieron sentir bienvenido.
Las risas y las bromas volaron en torno a la mesa, y Scrooge sintió por primera vez en muchos años el calor de la amistad.
Ya entrada la tarde, Scrooge decidió dar un paseo hasta la casa de Bob Cratchit. No entró. Observó desde la distancia cómo la familia festejaba y escuchó algunas exclamaciones cuando llegó el gran pavo.
A la mañana siguiente llegó antes que nadie a su despacho. Bob entró, con un leve retraso provocado por la fiesta del día anterior. Scrooge lo miró con el ceño fruncido mientras Bob se apresuraba a tomar asiento en su escritorio.
—¡Llegas tarde, Cratchit! —
rugió Scrooge con tono severo—.
¿Qué clase de empleado se toma la libertad de aparecer cuando le viene en gana? ¡Son las nueve y cinco!
Bob se quedó petrificado. Dejando caer su sombrero de lana al suelo, empezó a disculparse nervioso. Scrooge levantó la mano, interrumpiéndolo con un gesto teatral.
—¿Excusas? ¿Otra vez excusas? ¡Esto es intolerable!
—exclamó, mientras daba una vuelta alrededor de su escritorio
— ¡No me queda más remedio que... subirte el sueldo!
Bob abrió los ojos de par en par, atónito y sin palabras. Scrooge esbozó una gran sonrisa, algo que Bob nunca había visto antes.
—¡Así es, Cratchit! Subirte el sueldo y ayudarte a cuidar de esa maravillosa familia tuya. Y además, propongo un brindis por la Navidad... ¡y por el mejor empleado que he tenido nunca!
Bob, emocionado, no sabía si reír o llorar.
Con el paso de los días, Scrooge cumplió todas sus promesas y más. Fue como un segundo padre para el Pequeño Tim, quien no murió, sino que creció fuerte y sano. El nombre de Scrooge pasó a ser sinónimo de generosidad, y se convirtió en el vecino más querido de su calle.
Quienquiera que conociera su historia decía que el señor Scrooge supo atesorar el espíritu de la Navidad en su corazón todo el año, y siempre deseaba lo mejor a quienes le rodeaban. Como decía el Pequeño Tim con su vocecilla, cada vez que brindaban:
—"¡Que Dios nos bendiga a todos!"
Y esto es todo de momento,
Hasta el Próximo Cuento