El secreto de Simón
Un cuento de Semana Santa
Eh… ¡Hola!... Me llamo Simón. Soy un poco tímido y no soy de ésos que les gusta hablar por los codos. Más bien, lo contrario. Pero tengo que contarte un secreto.
No es un secreto de los que no se pueden contar, sino al revés: es un secreto que tiene que conocer todo el mundo… hasta que deje de ser un secreto.
No sé si lo voy a explicar del todo bien, pero en esta vida hay que intentar, cada día, hacer las cosas lo mejor posible. Y aunque a veces no salgan perfectas, siempre queda la oportunidad de hacerlo mejor al día siguiente.
Así que ¡Vamos allá! ¿Preparado?
Mi padre, Rufo, era agricultor. Se dedicaba a cultivar la tierra. O sea, que plantaba las semillas, regaba la tierra, salían las plantitas… y luego por fin, salían los tomates, las judías verdes, las cebollas, los ajos y otras verduras. También cultivaba frutas, como por ejemplo, melones o sandías. ¡Me encantaba la sandía!
Él, y también mi madre, Rufina, me enseñaron todo tipo de trucos para tener una huerta en condiciones.
¡Total!, que mi padre me enseñó un montón de cosas para ser agricultor… así que yo también me dediqué a la agricultura.
Vivíamos a las afueras de Cirene, una ciudad de África que ahora estaría por la actual Libia, en el norte. Teníamos la playa bastante cerca de casa y los días en los que no había nubes, que eran la mayoría, nos íbamos a dar un chapuzón al mar. Mis padres me decían entonces que si miraba al horizonte, podía ver las islas griegas.
Cuando me hice mayor, me casé con Simona, mi vecina. Mis padres: Rufo y Rufina. Y nosotros: Simón y Simona. Luego tuvimos un hijo maravilloso y le pusimos el nombre de Simón.
Y a los dos años nació una niña… y adivina qué nombre le pusimos. ¿Simona? ¡No! ¡Basta de repetir nombres! La llamamos Verónica.
Por aquel entonces, en Cirene, empezó a hacer mucho calor y llovía muy poquito. Las cosechas eran cada año peores: las sandías eran cada vez más pequeñas y menos jugosas. Faltaba el agua y la tierra estaba seca. Reseca. Sequísima. No sé si era un calentamiento global… lo único que sé es que le dije a Simona que o nos íbamos de Cirene o nos íbamos a morir de hambre.
Así que hicimos las maletas con la poca ropa que teníamos, un montón de semillas de frutas y verduras, y pusimos rumbo a… ¡Jerusalén!
¡Oh, Jerusalén, Jerusalén! ¡Qué gran ciudad! Me habían dicho que el clima allá era fantástico para plantar todo tipo de verduras y árboles frutales
Cuando llegamos a Jerusalén, después de un largo viaje de 4 meses, no todo fue “coser y cantar”. Pero luchamos día a día, y lo conseguimos. Poco a poco, fuimos saliendo adelante; construimos nuestra casa y plantamos todas las semillas que teníamos de verduras y frutas.
Pasaron los años… y aquí me tienes. Casi hecho un jerusalino (aunque todavía se me nota algo que soy extranjero). Llevamos viviendo en Jerusalén más de 15 años y, gracias a Dios, estamos muy contentos.
Más contentos todavía desde que la semana pasada me pasó lo más importante que me ha ocurrido en la vida.
El gran secreto que he decidido contarte es de los que se deben contar a todo el mundo. Allá voy.
Un viernes por la mañana volvía yo de mi granja tan contento. Había ido a recoger unos cuantos higos para tomarlos de postre ese mismo día. Justo cuando iba a entrar a Jerusalén por una de las puertas, me encontré un montón de gente gritando y a un hombre cargando una cruz enorme. Me acerqué. El pobrecito estaba lleno de heridas. Estaba agarrando la cruz. Parecía que incluso la estaba abrazando. Se veía que no podía más. Estaba tirado en el suelo, mientras un soldado romano le gritaba enfadado y con muy mala cara:
¡Vamos, Jesús! ¡¡Levántate!! ¿No me oyes? ¡¡¡He dicho que te levantes!!!
Y mientras, Jesús, desde el suelo, le miraba. Y aunque el soldado le estaba tratando mal, Jesús, le miraba con cariño. En silencio. Sin decir nada, mientras hacía esfuerzos por levantarse abrazado a la cruz.
¡¡¡Que te levantes he dicho!!!
-Tengo mucha prisa por acabar esto. ¡¡¡Venga!!!
Y Jesús, le seguía mirando con más cariño aún. Parecía que le estaba perdonando…
Yo, con mi caja llena de higos, contemplaba la escena. Yo no conocía a Jesús pero me estaba dando una pena terrible. De pronto, escuché a alguien gritando:
¡Eh, tú! deja los higos en el suelo y ven aquí.
Me di cuenta que el soldado me estaba mirando y con la mano me exigía que fuera junto a ese Jesús a ayudarle a llevar la cruz. Yo traté de excusarme, pero me fue imposible. El soldado me obligó a ayudar a ese tal Jesús y tuve que dejar la caja de higos en el suelo, me acerqué a Jesús y le ayudé a levantarse. Jesús me miró con inmenso cariño. Tenía la cara manchada de sangre y barro. Llena de moratones y heridas. Cuando conseguí que Jesús se levantara, agarré la cruz, la levanté y entonces es cuando vi algo que nadie se dio cuenta. Jesús, tambaleándose, se acercó a la cruz… la abrazó… ¡Y LA BESÓ! Yo no me lo podía creer. ¿Pero qué hace este Jesús abrazando y besando la cruz?
Aún seguía preguntándomelo, cuando de pronto escuché al soldado gritándonos a Jesús y a mí:
¡Vamos!, ¡Moveos!; ¡Sigo teniendo mucha prisa!
Así que abracé a Jesús para que no se cayera de nuevo, mientras Él seguía abrazando la cruz y de vez en cuando la besaba. Yo no entendía nada. ¿Cómo es que abraza y besa la cruz en la que va a morir? A la vez, yo intentaba llevar el mayor peso de la cruz posible para que Jesús no tuviera que cargar con todo el peso de la cruz… y entonces, con bastante dificultad, comenzó a hablarme:
Queridísimo Simón
¡se sabía mi nombre!,
-No sabes cuánto te agradezco que me ayudes. Sé que me has visto besar la Cruz. Esta Cruz eres tú, y todas mis hijas e hijos de todos los tiempos. Por eso la abrazo y la beso.
- Porque beso y abrazo a cada uno, también a cada niño y a cada niña, a sus familias y a sus profesores.
Pero, Jesús, ¡estás sufriendo un montón!... ¡No es justo!... Tú eres bueno y no has hecho nada para merecer todo esto…
Tienes razón… pero llevando la Cruz… y muriendo en la Cruz, muchos podrán entender cuánto me duelen sus pecados, las cosas que hacen mal, los corazones egoístas, las desobediencias… y a la vez, cuánto les quiero a cada uno… con sus pecados.
Pues… Jesús, perdóname, porque yo, a veces soy egoísta y “voy a lo mío”...
No te preocupes, Simón. Ya ves que estoy dispuesto a lo que sea para perdonarte y estoy dispuesto absolutamente a todo para demostrarte mi Amor. Además, ¡fíjate!, me estás ayudando a llevar la Cruz.
Por lo que estás haciendo ahora Conmigo, serás recordado siempre. Y tu ejemplo servirá para que muchos sepan que, de manera misteriosa, pueden ayudarme a llevar la Cruz.
¿Pero... cómo podrán ayudarte a llevar la Cruz... por ejemplo... los niños y niñas más pequeños?
Muy sencillo. Cada vez que vayan a desobedecer, o a ser caprichosos… o cualquier cosa mala… y hacen el esfuerzo por ser buenos, están haciendo más ligera mi Cruz… y me estarán ayudando tanto como tú me estás ayudando ahora.
Mientras Jesús me hablaba por el camino hacia el Calvario… avanzábamos muy lentamente. Ya casi no oía los gritos del soldado ni de la gente. Estaba feliz escuchando a Jesús y ayudándole a llevar la Cruz. De pronto, me dieron unas ganas tremendas de besar las manos de Jesús que seguían abrazando la Cruz.
Así lo hice. Las besé.
¡Gracias, Jesús, qué bueno eres!
Y en aquel momento, vi con qué cariño me miraba Jesús… y los ojos se me llenaron de lágrimas… tantas, que me costaba ver el camino. Sin embargo, logré contemplar cómo una niña, se acercaba a Jesús y le ofrecía un vaso de agua mientras le limpiaba la cara llena de barro y sangre. Era mi hija Verónica… pero lo de mi hija es otra historia que merece ser contada en otro cuento. ¡Feliz Semana Santa!
Feliz Semana Santa
Y eso es todo, de momento.
Hasta el próximo cuento