Hansel y Gretel
Hace mucho tiempo, en el borde de un vasto y frondoso bosque, vivía una familia
que atravesaba tiempos difíciles. La casa que los cobijaba estaba llena de grietas;
el viento se colaba por los agujeros de las paredes y hacía temblar las velas, como
si el frío mismo intentara echarlos. El padre, un leñador de manos callosas y
espalda encorvada, trabajaba de sol a sol, cortando madera hasta que los
músculos le dolían tanto que apenas podía levantar los brazos. Pero a pesar de su
esfuerzo, el peso de la pobreza no disminuía. Cada noche regresaba a casa
arrastrando los pies, llevando solo un par de troncos bajo el brazo. La madre, con
la mirada perdida y los ojos cansados, revisaba una y otra vez la despensa vacía,
como si esperara que el simple acto de mirar hiciera aparecer algo de comer.
Finalmente, suspiraba, su respiración era tan frágil como la llama de las velas,
siempre al borde de extinguirse.
Tenían dos hijos, Hansel y Gretel, que estaban tan unidos como dos guisantes en
una vaina.
Una noche que la luna brillaba en el cielo, los padres hablaron en susurros,
pensando que los niños dormían.
"¿Qué vamos a hacer?"
preguntó el padre, su voz quebrada apenas un murmullo. Sentía como si las
palabras se atragantaran en su garganta, cargadas del peso de la impotencia.
"Apenas nos queda comida para mañana."
La madre, con una mirada de tristeza en sus ojos, respondió con una idea que le
pesaba en el corazón:"Mañana llevaremos a los niños al bosque más profundo. Prepararemos un fuego
para ellos, les daremos un poco de pan y luego los dejaremos solos. Así,
podremos ir a trabajar y tal vez encontrar más comida."
Miró hacia la pequeña puerta de la habitación de los niños, apenas iluminada por
la luz tenue de la luna. Su voz salió en un susurro quebrado lleno de dolor:
"¡No puedo creer que estés pensando en eso! ¿Cómo podemos dejarlos allí?
¡Podrían perderse o... o algo peor!"
Su corazón se rompía con cada palabra que la madre decía, pero el hambre... el
hambre también era real, tan real como el miedo que lo ahogaba.
La madre suspiró, y él notó cómo se llevaba la mano al pecho, como si intentara
contener algo dentro de ella.
"Es la única manera. O encontramos una solución, o todos pasaremos aún más
hambre."
Los niños, que no estaban durmiendo sino escuchando todo desde el rincón de su
pequeña habitación, se sintieron helados de miedo. Gretel, con lágrimas en los
ojos, le susurró a Hansel:
“¿Qué vamos a hacer? Están planeando dejarnos en el bosque.”
Hansel, siempre el más astuto, le secó las lágrimas a su hermana y le susurró con
determinación:“No te preocupes, Gretel. Encontraré la manera de volver a casa.”
Esa noche, cuando todos parecían dormir, Hansel se levantó en silencio. Cada
crujido del suelo de madera bajo sus pies le hacía contener la respiración,
temeroso de que el más mínimo ruido despertara a sus padres.
Abrió la puerta con cuidado y salió silenciosamente. La luna llena iluminaba el
patio y el bosque lejano, y sobre el suelo, los guijarros blancos brillaban como
pequeñas lunas caídas del cielo. Hansel se agachó y los tocó: eran fríos y ásperos
contra su piel, una sensación que le devolvía el control sobre sus pensamientos.
Llenó sus bolsillos con tantos como pudo, sus dedos moviéndose rápidamente,
casi desesperados, mientras se volvía a mirar constantemente hacia la casa,
asegurándose de que nadie se moviera tras las ventanas oscuras.
Cuando terminó, regresó al interior, cerrando la puerta con cuidado. A pesar del
miedo que le carcomía el pecho, Hansel se recostó en su cama con una sonrisa.
Era una sonrisa pequeña, llena de esperanza, porque estaba seguro de su plan.
‘No dejaremos que el bosque nos venza’,
pensó, y cerró los ojos.
Al amanecer, la madre despertó a los niños.
“Es hora de levantarse, tenemos que ir al bosque a buscar leña,” dijo, entregando
a cada uno un pequeño trozo de pan. “Esto es para la comida, no lo comáis antes,
porque no hay más.”
Gretel guardó el pan en su delantal, ya que Hansel tenía los bolsillos llenos de
guijarros, y juntos siguieron a sus padres al corazón del bosque.Mientras caminaban, Hansel se detenía de vez en cuando y dejaba caer un guijarro
blanco en el camino. El padre, notando que el niño se quedaba atrás, le preguntó:
“Hansel, ¿por qué te detienes tanto?”
Hansel miró hacia atrás y respondió con inocencia:
“Estoy mirando a mi gatito blanco, que desde el tejado me está diciendo adiós.”
Pero la madre, que escuchaba, intervino rápidamente:
“No es el gato, tonto, es el sol de la mañana que brilla en la chimenea.”
Pero Hansel no estaba mirando ni gatos ni soles; estaba asegurándose de que su
plan funcionara, marcando el camino de regreso a casa con los guijarros blancos
que brillaban bajo el sol.
Después de regresar a casa gracias a los guijarros blancos que Hansel había
dejado caer, los niños pensaron que sus problemas habían terminado. Sin
embargo, la comida seguía siendo escasa y el futuro incierto. Una noche, mientras
una brisa suave susurraba a través de las rendijas de su humilde hogar, los padres
volvieron a hablar en voz baja, creyendo que los niños dormían.
“Debemos hacerlo de nuevo,” susurró la madre con un hilo de voz, “pero esta vez,
más lejos en el bosque, para que no puedan volver.”
El padre, con el corazón pesado, finalmente asintió.
“No hay otra opción,” respondió con tristeza.Hansel y Gretel, que una vez más escuchaban desde la sombra, sintieron cómo el
miedo se apoderaba de ellos. Gretel miró a Hansel, sus ojos brillando con
lágrimas en la oscuridad.
“Nos quieren dejar en el bosque otra vez,”
susurró, temblando.
“No llores, Gretel. Intentaré protegernos de nuevo,”
dijo Hansel tratando de sonar más valiente de lo que se sentía.
Esa noche, Hansel intentó salir a recoger más guijarros, pero encontró la puerta
cerrada y no pudo abrirla. Regresó a su cama, sus planes frustrados.
A la mañana siguiente, antes de que el sol pudiera asomar por el horizonte, la
madre despertó a los niños.
A la mañana siguiente, antes de que el primer rayo del sol pudiera asomar por el
horizonte, la madre despertó a los niños. Su voz era firme, casi impersonal,
mientras les decía:
‘Vamos, niños, hoy iremos aún más profundo en el bosque a recolectar leña.’
Cuando la madre les entregó el pan, Hansel lo tomó entre sus manos, notando lo
poco que pesaba.
‘No es suficiente para comer… pero puede ser suficiente para guiarnos de vuelta,’pensó. Decidió usar el pan como sustituto de los guijarros, aferrándose a la única
opción que le quedaba.
Mientras seguían a sus padres hacia lo más profundo del bosque, Hansel rompía
el pan en pequeñas migas. Miraba unas veces hacia Gretel, que caminaba a su
lado con la cabeza gacha, y otras hacia el apenas visible rastro de pan que iba
dejando.
“Hansel, ¿por qué te paras a mirar atrás?”
preguntó el padre, al notar que Hansel se quedaba rezagado.
“Estoy mirando a mi palomita que desde el tejado me dice adiós,”
respondió Hansel, utilizando su ingenio para disimular sus verdaderas acciones.
“¡Bobo! No es tu palomita, es el sol de la mañana que brilla en la chimenea,”
dijo la madre, impaciente.
Cuando llegaron a una parte del bosque que les era completamente desconocida,
el padre anunció:
“Aquí está bien. Recolectemos leña y luego podemos descansar.”
Juntos, Hansel y Gretel ayudaron a recoger leña, creando una pequeña montaña
de ramas y hojas secas. El padre encendió un fuego, y antes de irse con la madre,
dijo:“Quedaros aquí, niños. Este fuego os mantendrá calientes. Volveremos más
tarde.”
Los niños se sentaron cerca del fuego. Gretel sacó su pedazo de pan y lo
compartió con Hansel, ya que él había dejado caer el suyo en el camino.
“Ahora solo tenemos que esperar a que caiga la noche y seguir las migas de pan
para volver a casa,”
dijo Hansel, tratando de consolar a Gretel.
Sin embargo, cuando la luna comenzó a iluminar el bosque, descubrieron que las
migas habían desaparecido. Los pequeños pájaros del bosque, atraídos por el
pan, se las habían comido todas.
“Hansel, ¿qué vamos a hacer ahora? Las migas se han ido,”
sollozó Gretel.
El corazón de Hansel se encogió al escuchar el miedo en las palabras de su
hermana. Los pájaros se habían llevado su única esperanza de regresar a casa.
Hansel tragó con fuerza, su mente tratando de encontrar otra solución, pero el
peso del fracaso lo aplastaba, haciéndolo sentir pequeño, perdido en un bosque
infinito.
“No te preocupes, seguro que encontraremos el camino de regreso,”
dijo Hansel, aunque en su corazón también sentía miedo.Gretel se apoyaba en Hansel, cansada y con lágrimas corriendo por sus mejillas,
mientras él intentaba mantener el ánimo alto. Pero la oscuridad era densa y el frío
parecía apoderarse de sus pequeños cuerpos.
Justo cuando empezaban a perder la esperanza, una luz suave, casi fantasmal,
apareció entre los árboles. Gretel se detuvo y señaló, sus ojos llenos de sorpresa y
curiosidad.
‘Mira, Hansel... ¿ves eso?’
Hansel entrecerró los ojos, y ambos caminaron hacia la fuente de luz, sus pasos
lentos y precavidos. Entonces, entre los troncos oscuros y las sombras
inquietantes, apareció una casita que parecía salida de un sueño.
Al acercarse, los niños se quedaron boquiabiertos. La casa estaba hecha de pan,
bizcochos y ventanas de azúcar transparente que brillaban con la luz de la luna,
como si fueran cristal encantado. El aroma dulce flotaba en el aire,
envolviéndolos, atrayéndolos cada vez más cerca.
“¡Podemos comer de esta casa para no tener hambre!”
exclamó Hansel con alegría, olvidando por un momento sus penas.
Y así, con hambre y curiosidad, los niños comenzaron a comerse la casita, sin
saber que dentro de ella vivía alguien que cambiaría el curso de su aventura.
Mientras Hansel y Gretel arrancaban pedacitos de la casita y se los llevaban a la
boca, el dulce sabor llenaba sus bocas y sus corazones de alivio. Pero entonces,
desde el interior de la casa, un sonido extraño comenzó a oírse: algo entre un
susurro y un gruñido, que parecía moverse por las paredes mismas. Hansel sedetuvo por un momento, su mano suspendida en el aire, mientras el miedo que
había desaparecido regresaba lentamente.
De repente, una voz suave, resonó desde dentro:
‘¿Quién roe mi casita tan linda?’
Los niños se miraron el uno al otro, y el temor se instaló en sus estómagos como
una piedra pesada. Responder era la única opción, y con voz temblorosa dijeron al
unísono:
‘Es el viento... el viento del norte que sopla fuerte.’
Hubo un momento de silencio, un momento tan profundo que incluso los árboles
dejaron de susurrar. Y luego, la puerta de la casita se abrió de golpe, el sonido
resonando como un trueno en el tranquilo claro del bosque. De ella emergió una
anciana, apoyada en un bastón retorcido, sus ojos eran pequeños y brillaban con
una luz extraña, casi febril. Su sonrisa parecía cálida, pero algo en ella hacía que
los niños dieran un paso hacia atrás, una incomodidad que no podían explicar.
‘Hola, pequeños ¿Quién os ha traído hasta aquí? Venid y entrad conmigo, no os
haré ningún daño.’
Hansel y Gretel intercambiaron una mirada, cautelosos, pero el hambre y el
cansancio eran muy fuertes. Con pasos inseguros, siguieron a la anciana al
interior de la casa.
Una vez dentro, la anciana les ofreció un festín de dulces y pastelitos, y luego los
llevó a dos camitas blandas donde podrían descansar."Ahora dormid, niños, y mañana tendremos otro día dulce," dijo la anciana con una
sonrisa.
Pero cuando la anciana cerró la puerta, Hansel sintió que algo no estaba bien. Esa
noche, mientras Gretel dormía, él yacía despierto, preocupado por su intuición.
A la mañana siguiente, la anciana despertó a Hansel y lo llevó fuera a un pequeño
corral. Gretel fue despertada abruptamente y la anciana le dijo:
"Levántate, niña. Prepara algo de comer para tu hermano. Quiero que engorde
bien."
"¿Por qué solo Hansel? ¿No vamos a comer los dos?"
preguntó Gretel, confundida y preocupada.
"No te preocupes por eso, mi querida. Solo haz lo que te digo,"
respondió la anciana con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Con el corazón pesado, Gretel obedeció. Pasaron los días y Gretel veía cómo la
anciana solo alimentaba a Hansel con los mejores manjares mientras que ella
apenas recibía sobras.
Una mañana, la bruja se acercó a Gretel. Su sombra se proyectaba alargada sobre
el suelo, envolviendo a la niña en ella. Gretel, que estaba arrodillada frente al
fogón, sintió el peso de la mirada de la anciana antes de oír su voz.
‘Trae agua y enciende el fuego,’ordenó la bruja, su tono cargado de impaciencia, como si algo la quemara por
dentro.
‘Hoy cocinaremos algo especial.’
Gretel se detuvo, el cubo en sus manos tembló y su mirada se fijó en la llama del
fogón, como si intentara buscar una salida.
‘¿Qué vamos a cocinar, señora?’
Los ojos de la bruja brillaron con una malicia cruda. Se inclinó hacia Gretel y
susurró:
‘Tu hermano,’
sus palabras fueron seguidas de una risa áspera, un sonido que parecía rasgar el
aire y llenar el claro del bosque con su eco macabro.
Gretel miró hacia el corral donde Hansel estaba encerrado. Su hermano la miraba
con ojos abiertos, asustados. Gretel tragó con fuerza, intentando controlar el
terror que la paralizaba.
‘Debo pensar... debo hacer algo,’
se dijo, buscando desesperadamente una salida.Mientras la bruja preparaba el horno, Gretel fingió confusión:
"No sé cómo se hace. ¿Podrías mostrarme cómo se entra al horno?"
"¡Oh, qué niña más boba! Es fácil,"
dijo la bruja, y se acercó al horno para demostrarlo. En ese momento, con todas
sus fuerzas, Gretel la empujó al interior y cerró la puerta de golpe.
Los gritos de la bruja llenaron el aire, Gretel cerró la puerta de golpe, y el alarido
quedó atrapado dentro. Se apoyó contra la puerta, sus piernas temblaban tanto
que casi la traicionaban.
Gretel corrió a liberar a Hansel.
‘¡Lo lograste, Gretel!’
Exclamó mientras la abrazaba con los ojos brillando por las lágrimas. Gretel,
apenas conteniendo las suyas, asintió, y juntos se dirigieron al interior de la casita.
Juntos, encontraron cofres llenos de tesoros en la casita de la bruja.
"¡Estos valen más que cualquier guijarro!"
exclamó Hansel, llenando sus bolsillos. Para los niños, estos tesoros
representaban algo más que riqueza: eran una promesa de una vida sin hambre,
sin el miedo de ser abandonados otra vez.
Con los tesoros asegurados, los niños huyeron del bosque.El bosque parecía más oscuro y denso, pero esta vez el miedo no era tan fuerte,
porque llevaban consigo algo que antes no tenían: la certeza de que podían vencer
cualquier obstáculo, juntos. Entonces, comenzó a parecerles familiar. Corrieron lo
más rápido que pudieron y finalmente vieron su casa. Al llegar, se abrazaron con
su padre, quien lloró de alegría al verlos.
‘Estamos aquí, papá. Ya estamos a salvo.’
Ese día, la casa se llenó de risas y lágrimas, pero sobre todo de la promesa de un
nuevo comienzo. Lo que más los llenaba de felicidad no eran las monedas de oro,
sino el amor y la seguridad de estar juntos otra vez, como una verdadera familia.
Y esto es todo de momento,
Hasta el Próximo Cuento