La Bella durmiente
En un reino bañado por el sol y perfumado por la brisa de azahar, nació la princesa Aurora. Sus padres, el rey Felipe y la reina Constanza, celebraron su llegada con un gran festejo. Invitaron a seis bondadosas hadas para que concedieran a su hija dones que iluminarían su vida.
―Que tu belleza sea tan radiante como la luz del amanecer.
Proclamó el primer hada, posando una rosa plateada sobre la cuna de la princesa.
―Que tu risa sea una fuente de alegría inagotable.
Murmuró el segundo hada, acercando un lazo de seda color esmeralda.
Las hadas restantes otorgaron su sabiduría, su valor y su bondad. Cada don parecía envolver a Aurora en un aura de luz.
―¡Cómo os atrevéis a ignorarme!
De pronto, un viento helado que abrió las puertas de par en par, recorrió la sala.
Era Carabosse, la temida hechicera, irrumpiendo con un siniestro destello. Carabosse era el único hada que no había sido invitada.
Con furia en su mirada, alzó su bastón ennegrecido, y un escalofrío atravesó a los presentes. Se acercó a la cuna, cargando un conjuro sombrío.
―Antes de que cumpla dieciséis años, la princesa se pinchará con un huso… y morirá.
Anunció con crueldad, dejando que sus palabras resonaran como un eco maldito.
Un grito de horror brotó de la reina, mientras el rey alzaba la voz ordenando que la detuvieran sus hombres.
- ¡Guardias! ¡Detened a esta bruja!
Carabosse se desvaneció en una humareda oscura, satisfecha con el temor que había sembrado.
En medio del desconcierto, el hada de las lilas, que no había hecho aun su regalo, avanzó con paso firme. Alzó su varita púrpura y calmó a la angustiada corte.
―No puedo deshacer por completo el conjuro.
Explicó con dulzura, acariciando la frente de Aurora.
―Pero suavizaré su efecto:
-la princesa no morirá, sino que caerá en un profundo sueño… del que solo despertará /// con un beso de amor verdadero.
Susurró, mientras un tenue fulgor violeta envolvía a la pequeña.
Los años transcurrieron bajo el constante esfuerzo de la corte por destruir cada rueca y cada huso del reino. Sin embargo, llegado el decimoctavo cumpleaños de Aurora, el destino halló la manera de cumplirse.
―¿Qué es este artilugio?
Preguntó la joven, al descubrir un huso olvidado en una torre polvorienta.
Aurora acercó su mano a la aguja, y nada más rozarla, una pequeña gota de sangre salió de su punta. Se oyó un gran ruido, como si las entrañas de la tierra se retorcieran. Después, un silencio tan denso como la niebla cayó sobre el palacio.
El rey y la reina corrían aterrados por los pasillos, pero un letargo implacable los alcanzó antes de llegar a la torre.
Las cortesanas y los criados cayeron, uno tras otro, en un sueño profundo. Hasta las cocinas dejaron de bullir, y en los jardines, las aves silenciaron sus cantos.
Como si la tierra respondiera al conjuro, espinos enmarañados crecieron alrededor del castillo. Flores de tallo afilado y zarzas oscuras se tejieron en torno a los muros, ocultando al mundo la desgracia ocurrida.
Aurora, recostada en su lecho, parecía dormir con una serenidad sobrehumana.
Y en aquel instante, el palacio entero quedó atrapado en un tiempo detenido, aguardando la llegada de quien pudiera romper /// el hechizo.
Bajo el cielo anaranjado de la tarde, un príncipe cabalgaba junto a sus compañeros por los bosques que rodeaban el palacio real. El estruendo de los cascos y los ladridos de los sabuesos anunciaban una cacería inminente. Sin embargo, en el rostro del príncipe se adivinaba un gesto de inquietud.
―¡Allí, en la arboleda!
Exclamó uno de los guardias, señalando la silueta de un ciervo que se adentraba entre los árboles.
El príncipe apretó las riendas, pero su atención se desvanecía entre pensamientos que lo atormentaban.
―Majestad, ¿no persigue al animal?
Preguntó un joven noble, extrañado por la pasividad del príncipe.
―Seguid sin mí. Necesito estar solo.
Dijo, deteniéndose ante un claro bañado por la luz tenue del atardecer.
Un suspiro silencioso quedó atrapado en su pecho mientras observaba cómo sus compañeros galopaban tras la presa. Algo en su interior le impedía continuar con aquella cacería.
Sentía que su vida se resumía en compromisos ajenos y un matrimonio concertado. Tras unos minutos en soledad, sacó la espada heredada de su padre y la sostuvo entre sus manos, todavía envainada.
Era un arma con la empuñadura de plata, forjada hace generaciones para la familia real. Pero para el joven príncipe, ese acero representaba un destino que no sentía como suyo.
―¿Qué es lo que todos esperan de mí?
Murmuró, como si la espada pudiese responderle.
Esa noche, los sueños lo tomaron por sorpresa. Una figura femenina, vestida de rosa, aparecía entre sus brumas oníricas. Con voz serena, le preguntaba siempre lo mismo:
―¿Qué estás buscando, príncipe?
Decía la joven. Luego con una encantadora risa, se escondía entre los árboles de un bosque lleno de zarzas y rosas.
El príncipe se despertaba con el corazón acelerado y la piel perlada de sudor. Cada noche, la visión se repetía, y cada vez sentía que debía descubrir el significado de aquella pregunta.
Una mañana, mientras vagaba por el bosque en busca de sosiego, un súbito destello púrpura iluminó la maleza. De entre las sombras emergió el hada de las lilas, irradiando un aura cálida.
―El destino te reclama en un lugar distante.
Anunció con voz suave.
El príncipe la contempló asombrado, sin comprender del todo por qué aquella presencia mágica se dirigía a él.
-¿Quién eres? ¿Qué es lo que quieres de mi?
El hada inclinó la cabeza y prosiguió.
―Un reino entero duerme bajo un hechizo. Y la respuesta que buscas está más allá de estos bosques.
Declaró con firmeza, invitándolo a dar el primer paso.
El príncipe sintió un temblor de esperanza y miedo al mismo tiempo. El recuerdo de la joven de sus sueños y las palabras del hada se fundieron en su interior.
―Guíame, por favor.
Susurró, aferrando con fuerza la empuñadura de la espada.
Y con ese anhelo de libertad y propósito, el príncipe emprendió el camino que lo alejaría de todo cuanto conocía, sin imaginar aún las pruebas que el destino le deparaba.
Adentró su caballo en el corazón del bosque, donde la luz apenas se filtraba entre las copas de los árboles.
Un silencio espeso se cernía a su alrededor, como si el viento temiese interrumpir aquel lugar encantado. Sintió un escalofrío al notar que los viejos robles parecían observar cada uno de sus pasos.
―Sigue avanzando, no temas.
Susurró de pronto una voz suave, procedente de una rosa luminosa que se abrió a su paso.
El príncipe contuvo el aliento. A su lado, surgían brotes de flores mágicas que brillaban con destellos violáceos, señalando un sendero claro entre la maleza.
―¿Realmente estás preparado para enfrentar lo que te espera?
Resonó una voz fría, rasgando el aire.
Carabosse se materializó ante él con un murmullo de hojas secas. Sus ojos refulgían con malicia, y su capa se fundía con la penumbra del bosque.
―Tu lugar no está aquí, muchacho.
Escupió la hechicera, alzando una mano enguantada.
El príncipe sintió un nudo en la garganta. Sus miedos antiguos, su inseguridad, todo pareció revivir bajo la mirada de Carabosse. La figura de la bruja se deshizo como niebla, dejando una risa burlona colgada en el aire.
En ese instante, un rugido surgió de la oscuridad. Un dragón de escamas aceradas emergió entre los árboles. Sus ojos ardían con fuego esmeralda y sus fauces exhalaban un calor sofocante.
―Muéstrame, joven príncipe, si tu valor es tan firme como esas flores que te guían.
Pareció susurrar la bestia, cada palabra retumbando en la mente del príncipe.
Temblando, empuñó la espada familiar. Al desenvainarla, un destello atravesó la hoja, sintiendo súbitamente la certeza de que no podía rendirse allí.
―¡No dejaré que el miedo gobierne mi destino!
Gritó, poniendo al galope a su caballo con decisión.
Enfrentó al dragón en un choque de fuego y acero. Cada golpe resonaba en el bosque, y las flores brillaban con intensidad, como si sus destellos sostuvieran el valor del príncipe.
Al fin, con un grito de determinación, atravesó las escamas del monstruo, que se difuminó en una espiral de bruma negra.
Agotado, cayó de rodillas y se apoyó en su espada. El aire pareció aligerarse, y los árboles dejaron escapar un suspiro de alivio. Su corazón latía con fuerza, pero en su interior sintió brotar una nueva fortaleza.
Con paso firme, siguió el sendero que las flores marcaban hacia el horizonte. A lo lejos, tras los muros de zarzas, aguardaba un castillo sumido en silencio.
El joven emergió del bosque ante un muro de espinos que se alzaba como un ejército de sombras. El aire olía a tierra húmeda y a rosas marchitas. Por un momento, dudó de si su fuerza bastaría para franquear aquel cerco.
―No vuelvas atrás, príncipe.
Le susurró la voz del hada de las lilas, resonando en su mente con un matiz alentador.
Con la espada firmemente asida, el príncipe alzó la hoja y cortó los primeros tallos. Un crujido seco rompió el silencio. Cada espino que cedía parecía abrirle paso hacia un destino que ya no podía ignorar.
Cuando, al fin, logró atravesar la muralla de zarzas, se encontró en un patio silencioso. Estatuas cubiertas de hiedra se erguían como testigos de un tiempo detenido. Todos dormían, presos del mismo hechizo.
Las puertas del gran salón se abrieron sin oposición. Candelabros antiguos colgaban inertes y los cortesanos yacían sumidos en un letargo eterno. El trono de los reyes descansaba vacío, envuelto en polvo.
Un murmullo leve pareció guiarlo a lo alto de la torre principal. Subió los peldaños con el corazón palpitando y, al final, descubrió una alcoba bañada por la luz de un crepúsculo dorado. Sobre un lecho de seda, dormía Aurora.
El príncipe se acercó con la espada temblando en su mano. Observó el rostro sereno de Aurora y reconoció aquella figura de sus sueños, la misma que le preguntaba qué es lo que buscaba.
Inclinándose sobre la princesa, el príncipe posó un beso suave en los labios de Aurora, y un fulgor cálido iluminó la estancia.
La princesa abrió los ojos con un parpadeo lento, como si volviera desde un mundo lejano. Y al verlo, esbozó una sonrisa que parecía contener siglos de esperanza.
―¿Encontraste lo que buscabas, príncipe?
Preguntó, con un destello de complicidad en su mirada.
El príncipe sintió su corazón aliviado. Ahora, por fin, tenía la respuesta. Tomó su mano con delicadeza.
Abajo, en las estancias del castillo, el sopor se disipaba. Los reyes, la corte y el servicio despertaron confundidos, para descubrir que la vida retomaba su curso. Los jardines florecieron de nuevo y el viento trajo consigo el canto de los pájaros.
No mucho después, Aurora y el príncipe se presentaron ante el reino para casarse.
Y así, aquel día marcó un nuevo comienzo para ambos reinos, unidos en la renovada esperanza de dos corazones que, al fin, habían hallado su propio destino.
Y eso es todo, de momento.
Hasta el próximo cuento.