La cenicienta
Una joven leía en voz alta un cuento, sentada junto a la chimenea de un viejo caserón. A su lado, se sentaba su padre en un desgastado sillón, hombre de cierta edad, con la mirada perdida en el infinito.
“… Pero el barco seguía su curso, y poco después, el soldadito de plomo empezó a ver luz al final del túnel.”
Leía.
- ¿Recuerdas papá? Esta parte era mi favorita.
Le dijo cogiendo su mano. Él pareció despertar de pronto de su letargo, y la miró sin expresión alguna.
- ¿Papá?
- Papá soy yo. Soy…
- ¡CENICIENTA!
Se oyó un fuerte golpe en la puerta y entró una señora de expresión dura y soberbia.
- ¿Cómo es que estás aquí sin haber terminado tus tareas?
Dijo la señora.
- Solo pasaba un rato con mi padre, últimamente está más apagado.
- Tú padre no te necesita.
¿No ves que le aburren tus tonterías?
¡Vete a limpiar el cuarto de tus hermanastras!
- Si, señora.
Cenicienta se levantó sin decir nada más, y salió de la habitación.
Su padre, algunos años después de que su madre falleciera, se había casado otra vez para tener a alguien que le ayudara a criar a la pequeña.
Sin embargo, no mucho después comenzó a padecer una enfermedad, sus recuerdos se volvían borrosos y parecía casi siempre perdido en su cabeza.
El verdadero carácter frío y despiadado de su madrastra había salido entonces, despreciando a Cenicienta y derrochando la fortuna en malcriar a sus hijas.
Después de limpiar, la cenicienta se fue al patio trasero a tender unas sábanas, mientras musitaba una canción.
Allí estaba su madrina, una anciana algo excéntrica regañando a uno de sus ratones que normalmente llevaba escondidos en los bolsillos.
- ¡Filón! ¿Dónde está Filipo?
Os he dicho mil veces que no os metáis en la costura.
El ratoncillo se limpiaba la nariz, ajeno a lo que le decía la anciana, emitiendo un ligero chillido.
- ¡Hola madrina!
¿Qué han hecho esta vez tus ratoncitos?
- Hola, hija. Ya sabes cómo son estos pequeños… ¡Nunca sabes dónde se meten!
A saber dónde…
Se oyó un chillido de una mujer histérica:
- ¡UN RATÓN!
¡HAY UN RATÓN EN MI CUARTO!
El grito provenía de una de las habitaciones. Cenicienta rio.
- Ahí estaba el muy bribón de Filipo.
Qué manía tenéis con asustar a las señoritas, Filón.
- ¡CENICIENTAA!
- Ya me encargo yo.
Dijo Cenicienta entrando en la casa.
No mucho después, un carruaje llegaba a la casa. La madrastra de Cenicienta y sus hijas salieron a recibirlo, seguidas de Cenicienta y su madrina.
- ¡Mira madre, tiene un escudo en las puertas!
¡Se trata de algún noble!
Dijo una de las hijas.
- Estúpida, es el escudo real. Este carruaje viene de palacio.
Le respondió su hermana.
Del carruaje salió un hombre alto y delgado, con expresión y caminar solemnes, vestido de uniforme oficial.
Hubo un toque de trompeta antes de que comenzara a hablar con una voz nasal.
- ¡Por orden de su Alteza el príncipe, se convoca un gran baile dentro de siete días, al caer la noche!
Todas las bellas doncellas casaderas serán bienvenidas.
Las hermanastras comenzaron a gritar de alegría.
Carraspeó y dijo más bajo para sí mismo, mirando de reojo a las hermanastras.
- … y las demás que se maquillen hasta engañar al espejo.
- Niñas, preparad vuestros mejores vestidos.
Dijo la madre cuando se hubo ido al carruaje.
- Yo llevaré el amarillo ¡Es mi favorito!
Aunque tiene un roto abajo.
- Cenicienta, ponte a coser ahora ese vestido, no quiero imprevistos.
- De acuerdo señora.
¿Y yo qué llevaré?
Las hermanas se rieron por lo bajo.
- Eso digo yo, tú así no puedes ir Cenicienta.
Además, hay mucho que hacer de la casa, creo que lo mejor será que te quedes.
La madrastra dio media vuelta y entró en la casa, seguida de sus hijas.
Cenicienta se sintió triste y decepcionada. Su madrina se acercó para consolarla.
- Hija mía, no estés triste. Esos bailes son solo para vanidosas y bobas. Mira a esas dos…
- ¡Madrina!
Respondió riendo, aunque algo triste aún.
- Te lo digo en serio, una vez hice hablar a Filón y era más inteligente que las señoritas.
Dijo alzando a uno de sus ratones.
- ¡Lo que pasa es que tuve que revertirlo porque no se callaba!
Ambas se rieron y Cenicienta olvidó un poco su pesar.
Al fin, llegó el día. La madrastra y las hijas iban de acá para allá nerviosas ultimando detalles.
- ¿Pero es que no sabes peinar a tu hermana?
Decía la madre a una de sus hijas.
- ¡Ay, no sé madre!
- ¡Cenicienta! Termina ese peinado.
Dijo la madrastra.
Cenicienta se acercó y hábilmente hizo el peinado de la otra chica. La joven les ayudó lo mejor que pudo con todo.
- ¿Por qué no me dejas uno de tus vestidos amarillos?
Dijo mientras ayudaba a ajustarse el corsé del vestido a la hermanastra mayor, tirando con mucha fuerza.
La otra soltó una risotada.
- ¿Cómo voy a dejar un vestido tan bonito a alguien como tú? Estás llena de ceniza y suciedad ¡me lo vas a manchar!
Al poco, la madre y sus dos hijas salían por la puerta y se subían al carruaje.
- Vamos niñas, no lleguemos tarde.
La madrina encontró a la Cenicienta junto a la chimenea, al lado del sillón de su padre, donde absorto, miraba al infinito.
Cenicienta esta vez estaba callada, apoyando la cabeza en la pared, con una lágrima que le resbalaba por una expresión triste.
- ¿Tenías muchas ganas de ir, hija mía?
- Si, pero qué importa ya.
Dijo limpiándose la lágrima.
- No tengo forma de ir y tampoco he visto ningún vestido.
En ese momento, el padre pareció despertar de su letargo.
- Cariño, mira en la alcoba de debajo de la escalera, ahí siempre guardabas los vestidos buenos.
La cenicienta y su madrina se miraron sorprendidas.
- ¿Pa… papá?
- Sí, si, debajo de la escalera te digo.
La Cenicienta le volvió a hablar, pero este se había vuelto a sumir en su letargo.
Fueron a mirar donde decía, y ahí encontraron algunos antiguos vestidos de su madre.
- ¡Son buenos, ya lo creo!
Dijo su madrina.
- ¿Con cuál te gustaría ir?
- ¿Ir? ¿Cómo voy a ir con esto? Están desgastados y…
- Eso déjamelo a mí. Sal a fuera y coge la calabaza más grande que veas. Te llevará hasta el palacio.
- ¿Una calabaza…?
Preguntó incrédula.
- Si, si, una calabaza. Para ir al palacio.
Finalmente acabó haciendo lo que le pedía. La madrina se puso delante de la calabaza y empezó a gesticular con una rama en la mano.
- Madrina… ¿No habrás vuelto a tomar aquellas raíces?
- ¡Silencio niña, me desconcentras!
Cenicienta y los ratones quedaron a un lado, contemplando en silencio la escena.
- Aquí tienes tu carroza.
En ese momento, la calabaza comenzó a crujir en su interior, y luego empezó a crecer, hasta alcanzar un gran tamaño.
Aparecieron aberturas que se transformaron en puertas y ventanas y crecieron cuatro grandes ruedas como si fueran ramas.
Cenicienta no cabía en su asombro.
- Y ahora, ¡los caballos! Filipo, Filón, Fidela y Florián, venid aquí.
Con un movimiento rápido la madrina convirtió a sus roedores en cuatro grandes y bonitos caballos blancos.
- ¡Ah! ¡El cochero!
Tú, Feluco.
Y convirtió a Feluco, un ratón gordo, en un cochero rechoncho de bigote impecable.
- Y por supuesto, el vestido. Acércate, niña.
Con un último gesto, hizo de golpe que Cenicienta tuviera puesto el vestido de su madre, pero arreglado, bellamente retocado para la moda de entonces.
Además, unos zapatitos de cristal aparecieron en sus pies, tan bonitos como nunca se habían visto.
Fue a despedirse de su padre, y a arroparlo con una manta. Este, cuando se acercó y la vio, creyó ver a su difunta esposa.
- ¡Hacía mucho que no te veía con ese vestido! Te sienta como el primer día.
Después, salió al patio emocionada.
- Y ahora, ¡Ve, no llegues tarde! Disfruta del baile. Bueno solo una cosa más… no te quedes en el baile más allá de la medianoche, ya que todo volverá a la normalidad.
Le dijo su madrina.
Después de prometer que volvería pronto, subió al carruaje, que le llevó velozmente hasta el baile.
La improvisada carroza resplandecía bajo los faroles del palacio — nadie habría adivinado que, un par de horas antes, era tan solo la más grande de las calabazas del huerto.
- Qué carruaje y qué vestido tan bonitos y elegantes. Solo puede tratarse de una princesa.
Dijo el mismo mensajero de voz nasal que había anunciado el baile unos días antes. Fue a avisar al príncipe, quien salió en seguida a recibirla.
Le tendió la mano para que saliera de la carroza, y la llevó al gran salón. En ese momento, se hizo un gran silencio: la danza cesó, los músicos dejaron de tocar, y solo se oía el rumor de murmullos de asombro ante la gran belleza.
- Hacía tiempo que no veía a una mujer tan bella y encantadora.
Dijo el rey en voz baja a la reina.
Su vestido, restaurado por la magia de la madrina, parecía recién salido de los telares de Lyon: seda marfil ribeteada de plata que fluctuaba con cada paso como un riachuelo de luz.
El príncipe pidió cortésmente a Cenicienta bailar la pieza que iba a sonar.
Bailaron un vals y luego otro, su vestido, analizado en detalle por las otras damas, flotaba en el aire a cada movimiento.
Llegó la hora de la cena. Se sirvió un gran banquete, y Cenicienta, sin darse importancia, fue a sentarse junto a sus hermanas, compartiendo con ellas naranjas y limones que el príncipe le había dado.
Las dos aceptaron el obsequio fascinadas por aquella desconocida que, siendo la invitada más admirada, mostraba tanta llaneza. Ni por un instante sospecharon que era la misma muchacha a la que aquella misma tarde habían dejado limpiando la casa.
El reloj de la torre, puntual, dio el primer toque de las once y cuarenta y cinco. Cenicienta recordó bien la advertencia de su madrina. Se levantó y ofreció a la mesa una reverencia tan perfecta que nadie habría creído que tenía prisa.
Se deslizó por la escalera de mármol y desapareció en el jardín. El cochero dio un respingo al verla y, sin preguntar, azuzó a los caballos rumbo a la ciudad. Minutos antes de que el reloj marcara la medianoche, se detuvieron frente al caserón.
En cuanto puso un pie en el patio, la seda volvió a ser tela humilde; la carroza se encogió hasta recuperar la redondez vegetal y los caballos reaparecieron con bigotes temblorosos, buscando migas. Cenicienta los acarició, agradecida.
Luego, entusiasmada, relató a la anciana todo lo sucedido.
- Mañana volverá a haber baile.
- Pues esta vez, hija mía, el broche será de estreno
Sentenció, mientras sus ratones mascaban cáscara de calabaza con aire de conspiración.
Pasada la medianoche, Cenicienta se apresuró a avivar un tizón y se dejó caer en el viejo banco como quien sucumbe al sueño más profundo. Poco después la puerta principal se abrió de golpe y un torbellino de perfumes, risas y quejas llenó la casa.
- ¡Cuánto hemos tardado en volver!
Exclamó la hermanastra menor, dejando los zapatos en mitad del pasillo.
- ¿Ya estáis aquí? Juraría que sólo han pasado unos minutos…
Dijo Cenicienta.
- Claro, para ti el tiempo no cuenta.
Respondió la otra, quitándose un enorme tocado
- Si hubieras venido, no te habrías aburrido ni un instante. No imaginas la princesa que apareció: la criatura más hermosa que se ha visto nunca.
- Fue amabilísima y hasta compartió con nosotras sus naranjas y sus limones.
Añadió la otra.
Al oír aquello, Cenicienta sintió la tentación de reír a carcajadas, pero se contuvo.
- ¿De veras? ¡Qué suerte tenéis! ¿Y cómo se llama esa amable señorita?
- Nadie lo sabe
Contestó la mayor.
- El hijo del rey está desesperado por averiguarlo. Daría medio reino por su nombre.
Cenicienta suspiró con aire soñador.
- Me encantaría verla, aunque fuese de lejos.
Señorita, ¿me prestarías un vestido amarillo? Uno de los que no sueles usar…
La aludida soltó una carcajada despectiva.
- ¿Prestar mi vestido a una Cenicienta llena de tizne? ¿Y estropearlo? ¡Ni en sueños!
“Era de esperar”
Pensó Cenicienta, pero sólo sonrió y subió un tronco al hogar.
Al día siguiente las dos hermanas fueron al baile y Cenicienta también, pero esta vez todavía mejor vestida que la primera.
El príncipe estuvo junto a ella todo el tiempo, y tan entretenida estuvo, que cuando oyó la primera campanada de las doce pensó que eran las once.
Sin embargo, enseguida cayó en la cuenta, se levantó y desapareció rápidamente, dejando caer uno de sus zapatitos de cristal por el camino.
Esto es lo único que pudo obtener el príncipe de la joven al recogerlo por el camino. Cuando preguntó por la joven, le dijeron que solo habían visto a una chica con aspecto de campesina saliendo a toda prisa.
Cenicienta llegó a su casa sofocada, vestida otra vez de sus pobres vestidos, y cinco ratoncillos de despensa tras de ella. Tan solo le quedó el otro zapato de cristal.
Sus hermanas no tardaron en volver.
- ¿Cómo ha ido esta vez el baile? ¿Ha estado la chica de la noche anterior?
Preguntó Cenicienta.
- Si, pero esta vez ha sido diferente. Ha salido corriendo a medianoche, y ha dejado caer uno de sus zapatitos de cristal.
- ¡El más lindo del mundo!
Dijo la otra.
- El príncipe no ha dejado de mirarlo el resto de la noche.
No muchos días después, llegó el heraldo del príncipe otra vez a su casa , anunciando con su voz nasal una proclama:
- … así, el príncipe se casará con aquella muchacha que pudiera calzar el zapato de cristal.
Un flamante sirviente abrió un pequeño cofre, mostrando el zapatito de cristal.
Se lo habían probado princesas, duquesas y toda la corte, pero no lo habían calzado bien.
Las hermanastras forcejearon inútilmente por meter el pie en el zapatito.
El padre apareció alarmado y confuso.
- ¿Está herida? ¡Hay que amputar, rápido!
Cenicienta le quitó alarmada el cuchillo que llevaba en la mano.
- Aunque tal vez no sea mala idea…
Dijo la madrastra.
- ¡MADRE!
- Vamos hija, piensa en el futuro.
Tienes diez dedos en los pies...
- ¡Señoras!
Dijo el heraldo del príncipe.
- Es tu momento.
Susurró la madrina a Cenicienta.
- ¡Voy a probármelo yo, tal vez me vaya bien!
Sus hermanas se rieron y se burlaron de ella.
- Muchachas, la proclama del rey es clara y esta chica tan agraciada no será una excepción. Acércate.
El pie de Cenicienta, como era de esperar, calzó a la perfección en el zapato.
- ¿Cómo…? ¿Cómo es posible?
Pregunto la madrastra llena de asombro.
Más asombrados quedaron todos cuando la Cenicienta sacó el otro zapatito de su bolsillo.
En ese momento, la madrina hizo un movimiento rápido con la rama que tenía en la mano, y Cenicienta volvió a tener sus hermosos vestidos.
Las hermanastras y su madre reconocieron a la bella chica del baile.
Recordando lo bien que ella las había tratado cuando no sabían quién era, le pidieron perdón avergonzadas. Esta, que siempre las había compadecido, las perdonó.
Entonces, la llevaron al palacio, donde se reencontró con el príncipe por fin. Pudieron conocerse y hablar de muchas cosas, y al poco, tuvo lugar la boda.
- ¡Hija mía! ¡Cómo me recuerdas a tu madre el día de tu boda!
Le dijo su padre en un momento de lucidez.
Cenicienta, buena como nadie, hizo traer a su padre y a sus hermanas para que vivieran en palacio.
Y eso es todo, de momento.
Hasta el próximo cuento.