Los siete cabritillos
Había una vez una cabra que vivía con sus siete cabritillos en una casita al borde de un bosque frondoso. Los amaba con todo el cariño que una madre puede sentir por sus hijos, y procuraba protegerlos de cualquier peligro.
—Queridos míos, debo marcharme al bosque para buscar algo de comer.
La madre cabra se detuvo un instante, echando un vistazo a cada uno de sus pequeños.
—Mientras no esté, aseguraos de no abrir la puerta a nadie. Mucho menos al lobo, que intentará engañaros con mil disfraces.
Sus ojos mostraban preocupación, aunque su voz se mantenía firme.
—¡Madre, no te preocupes! Puedes irte tranquila.
Respondió el mayor de los cabritillos, clavando la mirada en la puerta cerrada.
La madre baló suavemente para despedirse de sus hijos y partió al bosque con paso decidido. Pasado un rato, los siete cabritillos oyeron unos golpes en la puerta y una voz que se filtraba a través de las rendijas.
—Abrid, hijitos, soy vuestra madre y os traigo algo para cada uno.
La voz sonaba rasposa, nada parecida a la de su verdadera madre.
Los cabritillos se miraron entre ellos con recelo.
—¡Tú no eres nuestra madre! Ella tiene la voz suave y agradable. ¡Vete, lobo!
El lobo se marchó furioso, mascullando maldiciones, y se dirigió a la aldea cercana. Allí compró un gran trozo de tiza para suavizar su voz. Algún tiempo después, regresó a la casita y llamó de nuevo a la puerta.
—Mmh... Abrid, hijitos, vuestra madre ha vuelto con deliciosos manjares para todos.
Esta vez, la voz parecía más dulce.
Los pequeños cabritillos corrieron hacia la ventana, y uno de ellos pudo ver las patas del lobo, oscuras y llenas de polvo.
—No te abriremos la puerta. ¡Tu voz puede sonar más fina, pero sigues teniendo las patas negras!
El lobo, encolerizado, fue a casa de un panadero y le rogó que cubriera sus patas con masa. Después, corrió al molino y amenazó al molinero para que espolvorease harina sobre ellas. Con las patas ya blancas, regresó por tercera vez.
—Abrid, hijitos, soy vuestra madre.
-Primero, enséñanos tus patas. Si son blancas, sabremos que eres nuestra mamá.
El lobo estiró las patas a través de la ventana para que los pequeños pudieran verlas.
- Miradlas, son tan claras como las vuestras.
Los cabritillos, confiados, se tranquilizaron al comprobar que parecían blancas. Abrieron la puerta… y en ese mismo instante, el lobo irrumpió en la casa con un aullido.
Los cabritillos huyeron aterrados, cada uno buscando un escondite distinto: uno se metió debajo de la mesa, otro corrió hasta la cama, el tercero se ocultó en la cocina y otro en el armario. Así, todos se dispersaron menos el menor, que logró introducirse en la caja del reloj.
—¡No escaparéis!
Gruñó el lobo, con sus ojos feroces y centelleantes.
Y uno a uno, el lobo se tragó a los cabritillos, sin molestarse en masticarlos. Saciado, abandonó la casa tambaleándose por la pesadez, y se echó a dormir debajo de un gran árbol en medio de la pradera.
Más tarde, la madre cabra regresó del bosque. Al entrar en su hogar, se encontró la puerta abierta de par en par. Todo estaba patas arriba: muebles volcados, platos hechos añicos y ni rastro de los cabritillos.
Llamó a cada uno por su nombre, pero nadie respondía… hasta que oyó un leve balido salir de la caja del reloj.
—¡Madre, estoy aquí!
La voz del menor de sus hijos temblaba.
La madre cabra lo rescató y el cabritillo, entre sollozos, le contó cómo el lobo se había tragado a sus hermanos.
Desesperada, la madre salió de la casa, dispuesta a encontrarlos a toda costa, y el pequeño la siguió tembloroso. Al llegar a la pradera, vieron al lobo roncando contra el tronco de un árbol, con la panza hinchada y repleta.
—¡Cielos, aún se mueven!
Exclamó la cabra al percibir un ligero forcejeo en el vientre del lobo.
Entonces, mandó al cabritillo por unas tijeras, una aguja e hilo. Con determinación, abrió el vientre del lobo con cuidado, y uno tras otro, los cabritillos salieron indemnes, temblando de susto, pero sanos.
El reencuentro con su madre estuvo marcado por lágrimas de alivio y fuertes abrazos.
—Ahora, mis pequeños, traed piedras de todos los tamaños. Las pondremos dentro de este canalla para que reciba su merecido.
-No hará daño a nadie nunca más.
Los cabritillos, con renovada energía, buscaron tantas piedras como pudieron y las metieron en el estómago del lobo, mientras su madre cosía con velocidad la herida. El monstruo ni se enteró de nada, sumido en un profundo sueño.
Cuando despertó, se levantó pesadamente y sintió una sed devoradora.
—¿Qué retumba y se revuelve en mis pobres entrañas? Estos cabritillos parece que no se acomodan a su nuevo hogar 😉.
Cojeando y con un bramido de dolor, llegó al pozo. Se inclinó para beber, pero el peso de las piedras lo arrastró hacia dentro. Con un gran chapoteo, se hundió en el agua y se ahogó sin remedio.
Los cabritillos, que habían contemplado la escena desde la distancia, corrieron hacia el pozo.
—¡Se acabó el lobo! ¡Se acabó el lobo!
—¡Se acabó el lobo! ¡Se acabó el lobo!
—¡Se acabó el lobo! ¡Se acabó el lobo!
Y brincaron y danzaron por donde quisieron acompañados por su madre, celebrando con júbilo que por fin, se habían liberado del temible enemigo.
Y esto es todo de momento,
Hasta el Próximo Cuento